Mientras en la Ciudad de México arde el debate sobre extranjeros que colonizan barrios enteros, en el sur de Quintana Roo -sin ruido, sin selfies y sin WiFi-, otro grupo foráneo lleva años instalándose, desmontando y apropiándose de la selva en nombre del Señor: los menonitas.
Llegaron a México hace casi un siglo, huyendo de Europa y buscando libertad para vivir según sus costumbres: sin electricidad, sin tecnología, sin automóviles… pero con tractores, bulldozers y maquinaria pesada para abrir brecha donde antes sólo cantaban los tucanes y los monos saraguatos.
Se establecieron en Chihuahua, Durango y Zacatecas, y hace unos años comenzaron a colonizar la Península de Yucatán, asentando colonias en Tekax, Calakmul, Hopelchén, José María Morelos y Bacalar, entre otras comunidades.
Hoy, la Profepa y autoridades de los tres niveles de gobierno por fin les pusieron freno: se interpusieron siete denuncias penales por el cambio ilegal de uso de suelo, afectando más de dos mil 600 hectáreas de selva en Campeche, Yucatán y Quintana Roo. Se clausuraron predios, se aseguraron tractores y se abrió la puerta a posibles desalojos, según informó Óscar Rébora, secretario de Ecología y Medio Ambiente en Quintana Roo.
No se trata de un par de sembradíos para maíz y quesos artesanales. La maquinaria menonita ha devastado selvas completas para imponer monocultivos de soya y palma, afectando incluso áreas de reserva biocultural como el Puuc. Han deforestado terrenos, quemado árboles, contaminado suelos con pesticidas agresivos y construido caminos sin autorización, cambiando la vocación de la tierra a costa del equilibrio ecológico.
Lo peor es que esto no es nuevo, ni secreto. Durante años, las autoridades voltearon la mirada, permisivas ante una comunidad que suele inspirar simpatía por su religiosidad y su estética de otros tiempos. Pero detrás de esa imagen bucólica hay un modelo de expansión agresiva que, según estudios internacionales, ha arrasado más de cuatro millones de hectáreas de selva en países como Bolivia, Paraguay y Perú.
Si no se les pone un alto, la selva maya -que es fuente de agua, biodiversidad y vida para las comunidades indígenas-, será reemplazada por desiertos agrícolas sin alma ni retorno. Y que nadie se diga después sorprendido: la deforestación no llegó en llamas; llegó en silencio… con trenzas rubias, overoles y sombreros de paja.
ZARPAZO
La selva no es sólo un ecosistema: es el corazón verde del sureste de México. Aplaudir la firmeza con que Profepa, la Fiscalía Ambiental y el gobierno de Quintana Roo han comenzado a actuar, es justo y necesario. Porque controlar a los menonitas -esa comunidad curiosamente intocable-, es también poner límites al saqueo disfrazado de trabajo rural y devoción a Dios.